Conocí hace años a un redactor-jefe muy peculiar. Era desastroso para algunas cuestiones: desordenado, desinformado, despreocupado... Dejémoslo así, porque otras muchas veces resultaba admirable. "Tú has estado allí", decía al pobre periodista que se enfrentaba al reproche de un coordinador. "Si la agencia dice otra cosa pero estás seguro de que es un error, daremos lo que tú dices: para eso has estado allí". El coordinador miraba al infinito con ganas de estrangular a ese plumilla que había osado, ¡oh dios!, contradecir a una agencia de noticias. El jefe, para dejar claro quién mandaba allí, bajaba entonces al bar para zamparse un bocadillo de atún. Modélico, ya digo.
El 31 de agosto de 1997, domingo, este redactor-jefe llegó a trabajar, como era su costumbre, bastante tarde. La tropa esperaba órdenes. Había muerto Diana de Gales. Cuando alguien se lo comunicó, pensó que le estaban tomando el pelo: "Venga yaaaa", dijo. Y desapareció. Volvió más tarde -no sé de dónde- con una versión algo más precisa acerca de lo que había sucedido en París. Improvisó una escaleta. Repartió piezas. Balbució portadas. Todo ello, a su modo... Que aquellos informativos acabaran sin negros, roturas ni anginas de pecho era un milagro que aún hoy sigo sin comprender.
Cuando subimos a la redacción después de comer, aquel pintoresco personaje recibió la orden de preparar un programa especial. Duración: dos horas. Para la tarde, sí. Para ya mismo. En televisión es muy complicado improvisar un programa de este tipo. Cualquier otro periodista se habría encabritado. Nuestro redactor-jefe, en cambio, se limitó a dar un divertido paseo por la segunda planta.